Esa espirituosa tan denostada por unos y tan apreciada por otros, con un olor tan evocador, que nada más abrir una botella al instante llegan a tu cabeza hermosos recuerdos que te trasladan a la casa de tus abuelos, donde los dolores de garganta se curaban con un taponcito de esta bebida,. En Venezuela es un clásico con raíces profundas, un licor que llegó en los barcos españoles y se quedó como parte del alma caribeña. Este destilado, hecho a base de anís estrellado o hinojo, tiene su origen en la España medieval, donde los árabes perfeccionaron como un arte alquímico el proceso de la destilación. Los descubridores españoles lo llevaron al Nuevo Mundo, y en Venezuela encontró tierra fértil —literalmente— para convertirse en un ícono. Pero no está solo, comparte la mesa con otros licores, como puede ser el cocuy o el ron, entre tantos, que reflejan la historia y el ingenio de ambos lados del Atlántico.
En España, el anís tiene una larga trayectoria. Desde los tiempos de Al-Ándalus, se destilaba como bebida medicinal y perfumes, pero pronto pasó a ser una de las estrellas de las tabernas. Marcas como Anís del Mono o Chinchón —dulce o seco, según el humor del día— son herederas de esa tradición. Se toma solo, con agua o en café, y siempre acompañando las charlas eternas tras la comida. La sobremesa, ese ritual hispano de estirar la conversación hasta que el sol se rinda y se necesite una rebequita, para no coger frío al fresco, era su escenario ideal. Los españoles no solo exportaron el anís a Venezuela, sino también esa filosofía de que una buena mesa no termina con el postre, sino con el último, perdón penúltimo, sorbo.
En Venezuela, el anís se criollizó con estilo. Diferentes destilerías lo adaptaron al paladar local, dándole un toque menos empalagoso que sus hermanos europeos, pero igual de potente. No llegó solo: el aguardiente de caña, destilado desde la época virreinal con la caña de azúcar que abundaba en las haciendas, ya reinaba en las fiestas. Este licor rústico, fuerte como un grito en plena siesta, era el favorito de los campesinos y los apoderados por igual. Aunque en Venezuela el ron suele ser el rey de la noche, el anís se cuela en las largas tardes de dominó y playa.
La sobremesa venezolana, influida por esa herencia hispana, es un maratón de palabras donde los licores son combustible. Mientras en España el anís puede cerrar una comida con un “¡venga, otro chupito! y saca la baraja”, en Venezuela se sirve con la misma naturalidad que el café, alargando la charla hasta que alguien diga “me voy, pero abran otra botella primero”. El anís, con su aroma dulzón y su efecto suavizante, casa perfecto con esa tradición de no levantarse de la mesa hasta que el chisme se acabe.
Otra cualidad a destacar de este magnífico licor, son sus innumerables usos culinarios, desde repostería (rosquillas, arepetias dulces o golfeados) hasta platos de caza, como el conejo al anís, típico del sur peninsular. Además de la cantidad de cocteles que son posibles gracias a este elixir destilado, por ejemplo: La Palomita o El Sol y Sombra típicos en España o la famosa Maraquita, ese elixir singular de anís con yogurt, tan típico en Venezuela.
Así, entre el anís español y los licores venezolanos, hay un puente de historia y sabor. España descorchó la botella y Venezuela lo mezcló con su sazón caribeña. El resultado: una sobremesa que no entiende de prisas y un licor que sabe a pasado, presente y un poquito de guasa. ¡Salud!
Borja Picazo Calle