Han pasado dos meses desde que los nicaragüenses se levantaron para demandar el fin del gobierno de Ortega, el hombre que ha dominado la vida política del país por casi cuarenta años. El poderío inicial de las protestas, cuando parecía que tan solo el enojo en las calles sería suficiente para tumbar a quien fue el héroe de la revolución de 1979, ahora se ha topado con la realidad de que Ortega y Rosario Murillo, la vicepresidenta y primera dama, se mantienen atrincherados.
Al mismo tiempo, el gobierno está involucrado en negociaciones atropelladas con una alianza de grupos opositores, entre ellos los estudiantes que desataron el movimiento, empresarios y organizaciones agrícolas.
La conferencia episcopal, mediadora en el diálogo, ha propuesto que haya elecciones anticipadas para marzo (el mandato actual de Ortega terminaría en 2021).
Según la versión del gobierno, los manifestantes son vándalos y terroristas, pero en las calles el clamor es otro. Hombres enmascarados tiran puertas durante la madrugada y se llevan a presuntos sospechosos, francotiradores abren fuego durante protestas y paramilitares desmantelan las barricadas construidas por los manifestantes con tambos y piedras.
Las manifestaciones en las primeras semanas se detuvieron cuando hombres armados abrieron fuego durante una protesta el 30 de mayo, fecha en que Nicaragua celebra del Día de la Madre, y murieron quince personas.
El Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh) ha registrado al menos 178 muertos y más de 1.000 heridos. Organismos internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) han alertado de posibles ejecuciones extrajudiciales y han instado al Gobierno de Ortega a cesar la represión contra los manifestantes. El pasado 18 de junio, el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein, planteó que la situación en Nicaragua «bien podría merecer» la creación de una investigación internacional.