Por: Jorge Montoya
Tal cual lo hacía todas las mañanas, excepto las de los domingos, José Raimundo Rojas salió de su casa a las 5:45, a bordo de su Malibú, color azul cielo, del año 82, repotenciado, o “tuneado” como prefería decir, rumbo a la línea de taxis donde prestaba servicios.
Catorce años atrás, después de ser despedido de PDVSA por apoyar el paro petrolero, este ingeniero de profesión pudo comprar tres carros: dos Malibú y un Sierra, en los que invirtió casi todo el dinero que le dieron de una corta liquidación, para ponerlos a trabajar, haciendo carreras junto a su hermano, Andrés y su cuñado, Roberto.
Alguna vez, cuando trabajaba como office boy en una compañía de seguros, José Raimundo escuchó a un jefe decirle a un motorizado de la empresa (que recién se había comprado un Malibú blanco): “¡Esos son carros de taxista!”
José Raimundo no sabe por qué razón esa opinión del licenciado Álvaro, como se llamaba el jefe de Recursos Humanos de la compañía, quedó grabada en su mente, como aquellas frases de canciones interpretadas por Gualberto Ibarreto, Nino Bravo o Alí Primera, que desde muy niño revoloteaban en su cabeza. Lo cierto es que sacó provecho de ese recuerdo casi absurdo, cuando le ofrecieron el Malibú azul y le hablaron de una vacante en una línea de taxis, oficio que estaba resurgiendo luego del paro petrolero que tuvo terribles consecuencias para el país.
Cinco días después del ofrecimiento, comenzó su apuesta en este nuevo negocio, en medio de una severa crisis familiar, producto del desempleo y del embarazo de siete meses de su esposa. Al poco tiempo comenzó a verle el queso a la tostada, aquello resultaba bien rentable. Ahora, al evocar aquella despectiva frase (“Esos con carros de taxista”) la veía como una premonición y tarareaba aquel tema de Rubén Blades: ¡la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida!
De hecho, basado en esta reflexión, un año más tarde compró otro Malibú, blanco, bien chulito, como el del pana motorizado. También le hizo mantenimiento al Sierra. “Este también es un carro para taxistas”, comentó irónicamente mientras revisaba el vehículo de principios de los años 80, al que le hizo el motor, le puso unas buenas “patas” y aire acondicionado.
Al filo de cumplirse la primera década del siglo XXI, las cosas no iban mal para José Raimundo. Pudo mantener su apartamento en Prebo, su esposa ejercía como profesora en la Universidad de Carabobo, su hijo Leonardo, con veinte años, se graduó de ingeniero en la misma casa de estudios, y Andrea, su hija menor de nueve, cursaba cuarto grado, con buenas calificaciones y una clara inclinación hacia la música.
Pretendía ser un tipo justo. No regalaba nada. Incluso, ya era directivo y socio de la línea de taxis de El Parral, a donde fue a parar en esos ya lejanos días de incertidumbre. “Lo regalado no dura”, decía cada vez que le pedían dinero en la calle, algo que en los últimos meses se había vuelto más común. Por eso fue tan grande su indignación en la mañana del martes 24 de septiembre de 2018, hace apenas unos días, cuando un viejito se le fue sin pagarle la carrera. “No puede ser, ya no se puede confiar ni en los ancianos. Esto se lo llevó quien lo trajo”, se quejaba ante sus compañeros de trabajo. “Que bolas, te tiró la cachua un abuelito”, le señalaban ellos en tono de burla.
Lo había recogido en la avenida Bolívar, a la altura del polideportivo, porque lo vio solo, desprotegido, en medio de la barbarie que generan los conductores del transporte público y la gente que corre de una acera a otra para meterse en las colas, que son el pan de cada día en la ciudad, o en lo que queda de ella. Se saltó las normas de la línea, que repetía por la radio interna la hermosa operadora, que distribuía los servicios que pedían los clientes.
“Hacia dónde se dirige amigo”, preguntó apenas se subió el señor, bien trajeado, a quien le calculó unos setenta y pico de años, y quien poco dependía del bastón que cargaba. “lléveme al Banco de Venezuela, en el centro, mijo”, le respondió mientras se acomodaba en el asiento trasero y hacía maromas para no golpearlo con el bastón en la cabeza.
Casi no cruzaron palabras en el trayecto. Cerca de la avenida Cedeño, José Raimundo fue contactado por la operadora que requería conocer su ubicación para saber si estaba disponible para un servicio.
“Llegando a la Cedeño, 22”, le respondió utilizando ese código que usan los taxistas y que es inentendible para la mayoría de los usuarios. “Ok 45, cuando quede 66 puede recoger a un 73 que está en el 85, le indicó la operadora, a quien le pareció extraña la ubicación del taxista, pues ella recordaba que la última carrera asignada a su compañero fue hacia Naguanagua. Dando un rápido vistazo a su cuaderno de anotaciones lo confirmó.
En el fondo, a Rosa María, la operadora, le llamaba la atención el modo de ser de José Raimundo. Un tipo serio, trabajador, de buenos modales y maduro como a ella le gustaban los hombres. De hecho, nunca pasaba por alto las palabras galantes, o el chanceo como dicen ahora, que se originaba entre los dos cada vez que por una razón u otra quedaban solos en la oficina. Ella se daba cuenta de cómo sus ojos recorrían su escultural cuerpo y mostraba una sonrisa agradecida y complaciente cada vez que éste le decía que tal blusa o cual blue jean le quedaban mejor.
La ensoñación en que lo había hecho caer la voz de la operadora fue rota por un sonido inesperado seguido de un cornetéo. Había cambiado la luz del semáforo y no se dio cuenta. Entonces se percató, a través del espejo retrovisor, que su cliente, el viejito chuchumeco, ya no estaba. La puerta del carro estaba entreabierta. Avanzó mientras recibía insultos de los otros conductores. Logró orillarse un poco y se bajó del carro.
Del viejito no había rastros. Un policía motorizado que pasaba por el lugar se detuvo al notar el atasco del tránsito que había provocado. “Qué pasó ciudadano”, interrogó el oficial “Coño, que me acaba de joder un señor”, respondió el taxista, aún contrariado.
A pedido del taxista el uniformado dio unas vueltas por las adyacencias de la estación Cedeño del Metro de Valencia. El viejito se había esfumado. “Tranquilo pana, no eres el primero ni el único, a otros colegas tuyos les ha pasado lo mismo, debe ser el mismo señor. Tómalo como un favor que le hiciste al mayor”, le dijo el policía a José, a manera de consuelo.
Para el taxista la molestia no era tanto por el dinero, sino por la decepción que sentía y porque se imaginaba el chalequeo de sus compañeros en la línea. “Epa chiguire, el abuelito de 100 años te dejó mirando lejos”, fue lo primero que escuchó por la radio luego de contar a un compañero lo sucedido.
En adelante, José Raimundo, fue más cuidadoso. A los clientes que recogía en la calle les cobraba por adelantado. Durante los días siguientes a lo ocurrido con el anciano cada vez que pasaba cerca del polideportivo echaba un vistazo alrededor a ver si lo encontraba. No fue así. Casi un mes después, eran las 6:30am, estaba en la oficina y mientras leía la página de sucesos del diario, café negro en mano, José sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Seguía leyendo y su perturbación se notaba aún más. Se levantó del vetusto sofá como empujado por un resorte.
Rosa María y los dos compañeros que a esa hora de la mañana ya estaban en su sitio de trabajo se percataron de su rostro desencajado. ¿Señor José que le pasa? Preguntó la operadora de radio. “Parece que viste a un muerto”, dijo uno de sus colegas. El taxista dejó caer el periódico. Como volviendo en sí, sin decir palabra alguna, sacó un cigarrillo, se sirvió un poco más de café y, a paso lento, salió de la oficina hacia la calle.
Aún atónita por la reacción de su compañero, Rosa María, recogió el diario arrugado, lo medio arregló y comenzó a revisar la nota que había leído José. Los otros dos conductores se le acercaron. Los tres leyeron la misma noticia que acompañaba una fotografía de un señor mayor:
“Hallada osamenta en terreno enmontado del centro de Valencia. El occiso fue identificado como, Rafael Armando Sequera, de 76 años, quien había sido reportado como desaparecido hace cinco años por sus familiares. Se conoció que Sequera salió de su casa, ubicada en la urbanización La Alegría, detrás del Polideportivo Misael Delgado, el 24 de septiembre de 2013 a cobrar su pensión y nunca más regresó. El esqueleto fue encontrado semienterrado, en una vieja casona ubicada en la calle Girardot, por unos policías que perseguían a unos indigentes. Los uniformados investigaban la denuncia de un taxista que aseguró haber sido burlado por un señor mayor que se bajó de su carro sin pagarle la carrera: Las investigaciones siguen abiertas”.